OH!!!!! La Habana
La Habana puede convertirse en una larga e incurable enfermedad para cualquiera de los mortales que haya puesto los pies en sus calles empedradas, se haya sumergido en los vericuetos de sus callejones, en la luminosidad de su Quinta Avenida, herencia de los vecinos del Norte; en los empalagos e histrionismos de su gente. La Habana es constante en los que buscan a Cuba. En los que llegan para confirmar sus sospechas del paraíso del ron, la mulata y el tabaco o los que simplemente rastrean la promesa del “sol bueno y mar de espuma” en la Mayor de las Antillas.
Pero existe otro tipo de mortal, el que el destino quiso naciera en esta capital de las paradojas; donde el solo cruzar una calle separa lo viejo de lo nuevo, donde habita la mayor concentración de cubanos en el menor espacio de tierra, donde el mar no olvida que le arrebataron algo que le pertenecía e insiste- de cuando en cuando- en recuperarlo. Este se encuentra atado de por vida a la nostalgia de la ciudad, al deseo de sellar sus amores en los muros del malecón, principio y fin de todo en La Habana; a encontrarse en los parques del Vedado para dar solución a las crisis imposibles de este mundo.
Este le canta a su ciudad dentro de ella, cuando la tiene lejos, cuando la odia o cuando la venera. Reconoce que esta Habana suya, mía, nuestra, “llora de noche”, pues se duele de sus heridas y le jura morir de amor y de ganas por andar sus calles. El habanero transforma su gentilicio en sinónimo de cosmopolita, de superior, de mezcla de toda Cuba y de todo el mundo. Mezcla donde convive el oloroso Barrio Chino, con sus maripositas, sus arroces... en perfecto concubinato con los frijoles y la carne de cerdo; o algo más alejado del centro de la ciudad, el poblado de Guanabacoa, cuna indiscutible de las más atemorizantes y enigmáticas religiones afrocubanas, con sus orishas, sus altares y sus toques de tambor.
El cubano-habanero es un ser que trasciende las descripciones que desde otras tierras intentan enmarcarlo y restringirlo a aquel o este adjetivo. Cuando la nacionalidad cubana era apenas una distinción entre los nacidos en la lejana España y los autóctonos de esta tierra; ya Juana, Cuba o La llave de las Antillas…podía avizorar que sus hijos eran de una estirpe singular, para ellos hasta el momento desconocida. Después llegaron hombres preclaros que hicieron entrar a los diccionarios nacionales la palabra Patria, con la acepción fantástica del amor a un suelo que no te expulsa, a un verde que no se parece a ningún otro. Un sacerdote, un maestro, un iluminado bajo el nombre de Félix Varela, escribía que “no hay Patria sin virtud, ni virtud con impiedad” y de su verbo nacieron ideas que alimentaron a otros hombres, que tras sus huellas quisieron hacer más que un lugar de nacimiento por azar, esta isla caribeña.
A partir de ese día los cubanos no hemos tenido descanso en la tarea de construir un porvenir que nunca acabamos de tener lo suficientemente claro, que nunca se torna asible, que nunca termina por pertenecernos. Y en esa lucha continua por el mañana, hemos perdido mucho en el camino. ¿Se nos ha ido agotando por los senderos tortuosos, el amor?¿Dónde está el barro que el poeta nos prometió convertir en maravilla solo invirtiendo pequeñas dosis de ternura?
Soy de las que me resisto a creer en la inevitable condición deleznable del ser humano. Conozco de su imperfección, la padezco y la sufro; pero confío en la capacidad solamente humana de amar lo amable y lo tortuoso, lo imposible y lo divino. Espero por la cordura de mis semejantes que se traduzca tanto en la búsqueda de la paz dentro y fuera de mis fronteras, como en los buenos días al primer encuentro matutino. Cuántas veces penamos por la destrucción de un pasado glorioso en ciudades extranjeras, de nombres hasta ayer fuera de los medios masivos, que es casi como decir fuera de la realidad. Sin embargo, cuántas veces contemplamos imperturbables la caída del pasado propio o ponemos nuestras manos para apresurarla.
La Habana- que no es solo de esos 2 millones de habitantes hacinados- ha padecido de nuestras cóleras desatinadas. Esa ciudad que es también metamorfosis, pues se resiste a ser única y describible. Ella es según los ojos que la miren. La parte antigua, el Casco Histórico o Habana Vieja- muchas definiciones de una misma maravilla- asombra al nuevo y viejo visitante por su capacidad de renacer de las cenizas como el ave Fénix, o por el temple de su Catedral, o por la originalidad de su Bodeguita del Medio, y sus testigo-paredes de grandes y pequeños degustadores de la típica comida cubana. Puede ser el edén de la diversión en cada esquina, en cada baile popular, en los cabarets, en su emblemático Tropicana... y mirando al este el mar, las arenas y su suma que resulta playas.
Trasciende a conciencia las céntricas calles de Obispo, Carlos III o La Rampa: encanta con sus suburbios. Cruzando la bahía en la sempiterna “lanchita de Regla o de Casablanca” se llega a esos sitios de sonoros nombres, que guardan a una virgen adorada por muchos o al Cristo, vigilante desde su altura de los destinos de aquellos, que viven al otro lado del mar. Incluso cuando pensamos que ya no existe Habana más allá, aparece San Francisco de Paula, baluarte criollo del controvertido escritor norteamericano Ernest Hemingway. Y a cada paso encontramos a los novísimos edificios de los 80, en lucha perenne por desmarcarse de su absoluta monotonía.
No existen recetas para curarse de la habanitis. Es inevitable el querer regresar una vez y otra y otra; y subir los 80 y tantos escalones de la colina universitaria para conversar con el Alma Mater, o darle tres vueltas a la ceiba del Templete para que nos conceda nuestros deseos, o visitar al Martí de la Plaza de la Revolución, o fotografiar y arriesgarse a montar en un camello- última invención cubana en materia de transporte -. Siempre se encuentra algo nuevo o a alguien nuevo. Siempre el Capitolio resulta impresionante, siempre los leones del paseo del Prado nos cuentan historias que solo ellos han descifrado, siempre existe un hombre o una mujer más bellos que la vez anterior.
De ese misterio, de esa fascinación vive orgulloso ese mortal que quiso el destino naciera en alguna de sus capitalinas calles. Por eso cuando está lejos la idolatra y olvida los detalles que la hicieron sentirse fea, perdida. En esos momentos prevalece La Habana del ensueño, de las fotografías en la noche, del faro del Morro- primer anfitrión que da la bienvenida a los venidos del mar -; de los carnavales en pleno verano, en pleno calor. Se nos hace bella en su imperfección de ciudad hecha cada día, por seres que no terminan de merecérsela, que intentan vivirla y comprenderla y consentirla en sus caprichos. Y anhela regresar para una vez más sentirse isla, que es sentirse libre y prisionero al mismo tiempo. Terminar como siempre ha estado sin siquiera darse cuenta: a sus pies.
0 comentarios